retrato de Antonio Moreno, por Servando Cabrera, 1945 |
Era el verano de 1989 y la televisión cubana transmitía el juicio de Ochoa y los hermanos De la Guardia. En la sala de mi casa se vivía otro drama. Mi tía Elena, que le había prometido a mi abuela y a mi padre que se aseguraría de que nada obstaculizara mi reencuentro con ellos en Miami, me pedía llorando que entregara al gobierno el retrato de mi abuelo Antonio Moreno Alcázar, pintado por su sobrino –y mi primo–, Servando Cabrera Moreno (1923- 1981).
Ya para entonces yo había pasado esa etapa que viven todos los cubanos antes de marcharse de su isla. “Que se vaya él, no yo”, solíamos decir de Fidel Castro los que no estábamos de acuerdo con lo que ocurría en Cuba. Pero yo, como otros antes lo habían comprendido, sabía que él no se iría... por el momento, y tendría que empezar a hacerme a la idea de desprenderme de todo y de todos: de mi novio, de mi carrera, de mis amigos, de las tardes en la Biblioteca Nacional, de las caminatas por La Habana Vieja, del dolce far niente de la vida de estudiante.
¡Pero, no, el retrato de mi abuelo, no!
Allí, presidiendo la sala como lo había hecho desde que yo tenía uso de razón, abuelo, ya fallecido, me miraba magnífico y sereno. Con el pelo entrecano, un fino bigote que le daba aires de actor de cine mexicano a lo Arturo de Córdova y una chaqueta a cuadros, que había comprado en un viaje a Nueva York, en 1939, para asistir a la Feria Mundial, parecía más presente que nunca en el óleo del sobrino, el pintor reconocido, el orgullo de la familia.
Servando, como lo llamaba la mayoría en el ambiente artístico cubano, retrató a mi abuelo en febrero del 1945, cuando él y mi abuela pasaban la cuarentena del nacimiento de mi padre en la casa de los padres de Servando en el reparto Almendares. Servandito, para la familia, era un joven de poco más de 20 años que hacía muy poco se había graduado de la Academia de San Alejandro. Sus padres, Margarita Moreno y Servando Cabrera, fomentaron su vocación desde que a los dos años pintó una pierna perfecta, quizás un antecedente de esos dibujos eróticos que conforman una parte fundamental de su producción artística posterior.
Ocho años después de la muerte de Servando, y a un par de la de abuelo, mi tía me pedía que la entrega del retrato precediera otra partida. Aún en esa década, los cubanos, cuando decidíamos dejar el paraíso castrista, nos convertíamos en apátridas, en apestados. Y como tales, había derecho para despojarnos de nuestras propiedades: del televisor y el refrigerador ruso, de los libros y del retrato de familia, no importa que hubiera sido pintado por uno de los artistas que decidió quedarse en Cuba.Ya habían estado en mi casa los que hacían “el inventario”, los que contaban y anotaban cada bobería maltrecha que hubiera sobrevivido al paso del tiempo desde 1959. Yo también había pactado con mi vecino “el bisnero”, que nada quedaría en esa casa para que lo disfrutara un partidario del gobierno. El día final, cuando vinieran a pasar inventario para darme el permiso de salida, solo hallarían carcasas y aparatos viejos.
Pero el cuadro era otra historia. Mi tía temía que su ausencia pudiera complicarme. Ella tenía la teoríade que el gobierno daba la salida más pronto a aquellos que dejaban las mejores propiedades. Como en las películas, nuestras posesiones podían ser el salvoconducto para escapar de la zona de guerra.
Su pragmatismo y el miedo reflejado en el rostro me convencieron. Y así, un día, sin prepararme, ya estaba finalmente en mi sala “la gente de Cultura”, de un organismo de conservación del Patrimonio –como quiera que la burocracia isleña lo llamara– para llevarse el cuadro. Vinieron dos, una señora mayor, muy diplomática pero precisa, y un joven, quizás un recién graduado de historia del arte, que estaba encantado de ver un “Servando” poco conocido, y dicho sea de paso, de comprobar la suerte de alguien que ponía pies en polvorosa de la isla.
Cuando se fueron, después de mirar el claro en la pared donde estuvo el cuadro, me di cuenta de que, aun sin pisar el aeropuerto, ya empezaba mi vida de exiliada. El tiempo me puso en el trance de conocer en Miami a gente que había perdido más, y no siempre se trataba de objetos; a veces era un hijo, un hermano, un fusilado, un balsero.
En estos tiempos de reencuentros con Cuba, de viajes de miamenses a la Bienal de Arte de La Habana, me he preguntado muchas veces dónde estará el cuadro de mi abuelo. Me lo cuestioné también cuando en los 1990 comenzaron a aparecer los óleos del maestro español Sorolla en otras paredes que no eran las del Museo de Bellas Artes de La Habana.
Todos estos años la memoria de mi abuelo ha estado ligada al cuadro, y este a la de mi primo, el artista generoso que me traía de regalo pinceles y crayolas, y que cada vez que visitábamos su casa me subía a su estudio. Maravillada, estudiaba con atención esas figuritas que luego supe eran una valiosa colección de arte precolombino, esos peines de disímiles formas y colores que llenaban una pared del baño, un organillo de feria que yo tocaba hasta cansar a los demás, los abanicos y las fotos tomadas en el set de El Jardín de los Finzi-Contini. En fin, objetos bellos, que como decía Dulce María Loynaz, justifican su existencia en esa cualidad.
Esas colecciones fueron las que vinieron a inventariar la gente de “Cultura” a su casa de Almendares un tiempo después de la muerte de mi primo en 1981. Entonces se decían sus protectores. ¿De qué necesitaba protegerse un hombre al que le interesaba, sobre todas las cosas, lo bello? De los campos de concentración de la UMAP, del ostracismo, del olvido, de lo que habían reservado para los artistas gay los policías culturales. Servando pintaba hombres bellos, y los protegía con machetes y sombreros de guajiros, pero él y yo sabemos que esos ojos de moros y sefarditas eran un homenaje a su abuela malagueña y a su abuelo gaditano.
Hoy sus cuadros y colecciones están en el Museo Biblioteca Servando Cabrera Moreno en una casona de la calle Paseo en el Vedado, Villa Lita. En las paredes están los retratos de su mamá y sus tías, Margarita, Isabel, Carmita y María, que murió en el exilio neoyorquino. Esas mujeres de flores y brisa que inspiraron su serie Habaneras. ¿Pero dónde está el tío Antonio? Ojalá alguien pase y me diga que vio un retrato de un señor de ojos verdes y abrigo a cuadros. Que alguien contemple el retrato, aunque no sean sus nietos.
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