Tomado de El Pais, Madrid.
Carmen Herrera - Imagen de Associated Press |
La artista, de 100 años, nacida en Cuba y afincada en Nueva York, vendió su primer cuadro en
2004. Ahora tiene obra en el MOMA, la Tate... y expone en Europa. "No he pintado ni por
gloria, ni por dinero, sino por necesidad y porque se me da bien"
Mujer, pintora, cubana, afincada en Nueva York, Carmen Herrera (La Habana, 1915) es la nueva
sensación latina del mundo del arte. Vendió su primer cuadro en 2004. Apenas un lustro después su
trabajo forma parte de las colecciones del MOMA y la Tate Britain. Su primera exposición en solitario
en Europa, celebrada el año pasado en Birmingham, fue saludada por el diario británico The Guardian
como una de las diez mejores de la pasada década. La muestra viaja ahora al Museo Pfalzgalerie de
Kaiserlautern en Alemania. Nada de esto permite intuir el atípico destino de Herrera, una pintora de 94
años que ha sido descubierta tras más de seis décadas de silencioso trabajo. "Claro que me interesaba
vender mi trabajo antes y me mortificaba no hacerlo, pero no soy comerciante", explica sentada bajo el
lucernario de su piso próximo a Union Square. "No he pintado ni por gloria, ni por dinero, lo he hecho
por necesidad y porque se me da bien". Su amigo y vecino, el también pintor Tony Bechara, presidente
del patronato de El Museo del Barrio, ha sido su principal valedor. Fue él quien habló de Carmen al
prestigioso galerista Federico Sève y éste a su vez presentó el descubrimiento a sus clientas, las
destacadas coleccionistas Ella Fontanals-Cisneros y Estrellita Brodsky. Poco después el cuadro que
durante años colgaba sobre el cabecero de Bechara -un lienzo geométrico de la década de los
cincuenta premonitorio del op art- entró a formar parte de la colección del MOMA. El fenómeno
Herrera estaba en marcha. "Esto es una de esas cosas que ocurren en el mundo del arte. No sé muy
bien por qué, pero el caso es que el trabajo de Carmen no pegó durante años", dice Bechara.
Su arte "tiene que ver con comunicar la pura forma", explica la comisaria Carmen Juliá
Risueña y dulce conversadora, Herrera comparte sus recuerdos y se muestra tímida a la hora de hablar
de su trabajo. Problemas de artritis la impiden viajar y moverse todo lo que le gustaría, pero dice
seguir la actualidad española a través de la televisión por cable. En los sesenta visitó por última vez
este país para solicitar el apoyo de su pariente el cardenal Herrera Oria en la petición de excarcelación
de su hermano represaliado por Castro. La menor de siete hermanos, es hija de una de las primeras
mujeres periodistas de Cuba, Carmela Nieto. Esta destacada feminista dejó a su primer esposo, un
financiero americano con quien tuvo cinco hijos, al encontrarse con el padre de Carmen, editor y
director del diario cubano El Mundo. "Ella destacaba en todo lo que hacía, así que decidí que tenía que
hacer algo que mi madre no hiciera", cuenta la pintora. A los 15 años la mandaron a Francia al
Marymount College. De vuelta en Cuba estudió en un liceo e ingresó en la Escuela de Arquitectura.
Abandonó esta carrera al casarse en 1939 con Jess Lowenthal, profesor del prestigioso instituto de
secundaria Stuyvesant -fallecido en 2000-. Herrera se trasladó al casarse a la ciudad de su esposo,
Nueva York. Tenía 22 años. Se apuntó a las clases del Arts Students League. "No hubiera sido tan
buena arquitecta, pero me fascina la arquitectura", dice. Parte de esta fascinación puede advertirse en
sus cuadros. "El arte de Herrera tiene que ver con comunicar la pura forma", explica en conversación
telefónica Carmen Juliá, comisaria de la colección de la Tate Britain y autora del catálogo que
acompaña la exposición que viaja por Europa. La pintora cubana pasó de la abstracción surrealista a
algo más concreto y geométrico, y desarrolló su estilo en París. "Fui con mi esposo poco después de
que hubiera terminado la II Guerra Mundial y se me partía el alma al ver a los franceses intentando ser
elegantes a pesar de la abrumadora pobreza", recuerda. "Buscaba mi vocabulario pictórico y era muy
tímida. Me fui dando cuenta de que cuanto menos ponía en un cuadro más me gustaba". Entre 1949 y
1952 expuso en el Salon Réalités Nouvelles junto a Jean Arp, Francis Picabia y Fratisek Kupka, entre
otros. Cuando finalmente regresó a Nueva York -"por falta de dinero"-, Herrera se llevó consigo todos
sus cuadros y empezó una larga travesía por el desierto. Pronto sintió que el ambiente en EE UU era
mucho menos receptivo a su trabajo. Se quedó de alguna manera descolgada. "No tiene sentido que
haya estado marginada", señala Juliá. "Su trabajo era muy contemporáneo con lo que ocurría en París.
Dentro de Nueva York estaba relacionada con lo que hacía Ellsworth Kelly, pero ella trabajó en
formatos más pequeños". El hecho de ser mujer tampoco ayudó a romper su aislamiento. La pintora
aún recuerda la visita de una reconocida galerista, Rose Fried, a su estudio y cómo tras alabar su
trabajo le advirtió de que no trabajaría con ella por su sexo.
Herrera piensa que la pintura es el arte de la soledad. Le gusta trabajar en silencio y a solas. "Siempre
tengo un problema que resolver. Se trata de dimensiones, de aritmética. Todo tiene sus medidas y su
relación", explica. Armada con una escuadra y una regla cada día se enfrenta a sus lienzos. Durante
años se preguntó qué haría con todos ellos. Sólo encontraba aliento en su esposo, que siempre le
animó a continuar. "Llegó un punto en el que tenía miedo hasta de regalar las obras", confiesa. Pero la
solución a sus preocupaciones y angustias no la encontraba en la medicina sino en el arte. "Mis amigas
del Village iban al psiquiatra y yo en cambio, al Metropolitan".